Andrea Ghez: un descubrimiento supermasivo tras la danza de las estrellas
Siendo una niña, soñaba con ser bailarina. Sin embargo, la llegada del primer ser humano a la luna despertó su interés por el espacio. Cuando sus padres le regalaron un telescopio y sus ojos alcanzaron a vislumbrar aquel satélite, empezó a imaginar cómo sería poner un pie sobre aquel cuerpo celeste. Y puede que aún no haya alcanzado la Luna, pero Andrea Ghez ha pasado igualmente a la historia. En 2020 se convirtió en la cuarta mujer en recibir el Premio Nobel de Física. Tras más de una década observando las estrellas, había conseguido aportar la primera prueba de la presencia de un agujero negro en el centro de nuestra galaxia.
En el corazón de la Vía Láctea, en medio del gas, el polvo y cientos de miles de millones de estrellas, se erige en la sombra un gigante. Su cuerpo, denso y compacto, es completamente invisible; su fuerza, de un alcance extraordinario, gobierna las órbitas de las estrellas obligándolas a bailar a su alrededor. Y aquellos que son como él, monstruos que congelan el tiempo y alteran el espacio, muestran una gravedad tan extrema que nada puede escapar de ellos. Ni siquiera la luz…
Este gigante sin rostro es Sagittarius A* (Sagitario A*) y durante décadas todo lo que los astrónomos tuvieron de él fueron mediciones de ondas de radio y otras pruebas indirectas de su existencia…Hasta que el 12 de mayo del 2022 se hizo pública su foto: una imagen borrosa que dejaba entrever la sombra de uno de los tantos misterios de nuestra galaxia; la imagen de un agujero negro supermasivo a veintiséis mil años luz de la Tierra.
Sin embargo, antes de que esta imagen recorriese el mundo, ya hubo quién observando las estrellas se percató de que la forma en la que estas orbitaban en el centro de la Vía Láctea solo podía explicarse con la existencia de un agujero negro. Su nombre: Andrea Ghez, Premio Nobel de Física en 2020 junto con Roger Penrose y Reinhard Gezel por sus trabajos sobre los agujeros negros y, en especial, por aportar la primera prueba de la existencia de esta bestia cósmica que habita en el corazón de nuestra galaxia.
Una gran masa contenida en un pequeño volumen podría convertirse en un agujero negro forzado a colapsar indefinidamente, debido a la única fuerza a la que estos parecen responder: la gravedad
Cuando hablamos de un agujero negro en términos físicos, hablamos de un objeto que presenta una masa, una carga y una rotación. Y lo curioso es que, aunque puedan tener una masa millones de veces la masa del Sol, esta se encuentra enormemente comprimida hasta alcanzar un tamaño prácticamente insignificante. ¿No te lo imaginas? Piensa en un objeto del tamaño de la Tierra y ahora comprímelo hasta reducirlo a las dimensiones de un terrón de azúcar… Una gran masa contenida en un pequeño volumen podría convertirse en un agujero negro forzado a colapsar indefinidamente, debido a la única fuerza a la que estos parecen responder: la gravedad.
Pero no siempre estuvo clara la existencia de esos fenómenos. Incluso Einstein dudaba de ellos. Fue Roger Penrose quien, en 1965, publicó un artículo donde probaba la existencia de los agujeros negros y cómo la formación de estos es una consecuencia directa de lo enunciado en la teoría de la relatividad general. Cuando una estrella masiva, mucho más pesada que el Sol, se queda sin combustible y llega al final de su vida, explota como supernova dejando una estructura nebulosa que, posteriormente, colapsa en remanentes extremadamente densos en los que la gravedad lo atrae todo. Una masa pesada «que encapsula un fragmento del espacio» y en cuyo corazón Penrose describió la singularidad: un punto donde la física que conocemos ya no funciona; donde las leyes que rigen la naturaleza dejan de ser aplicables. Porque en el corazón de un agujero negro, todo tiende a infinito.
Precisamente, es la atracción generada por la gravedad de un cuerpo tan masivo lo que hace que las estrellas en el centro de la Vía Láctea orbiten alrededor de Sagitario A* de la misma forma en que los planetas lo hacen alrededor del Sol. Esta fue la observación que condujo a Andrea Ghez y Reinhard Gezel a concluir que en el centro de nuestra galaxia debía habitar un agujero negro supermasivo, algo que se sospechaba desde hacía más de cincuenta años, aunque no había sido demostrado. Pero ¿cómo llegaron a explicar la existencia de algo que no podían ver? ¿Cómo se demuestra la existencia de lo invisible?
Cuando una estrella masiva, mucho más pesada que el Sol, se queda sin combustible y llega al final de su vida, explota como supernova dejando una estructura nebulosa que, posteriormente, colapsa en remanentes extremadamente densos en los que la gravedad lo atrae todo
La visualización de objetos astronómicos no es tarea fácil. La atmósfera terrestre genera turbulencias que distorsionan las imágenes obtenidas, causando pérdida de nitidez. Si a esto le sumamos que el centro de la galaxia está envuelto en gas y polvo interestelar, la observación de los cuerpos presentes en esa región se vuelve aún más complicada.
De esta forma, no fue hasta la década de los noventa que el desarrollo de telescopios más grandes y mejores equipos permitieron estudios más sistemáticos de la región ocupada por Sagitario A*. Andrea Ghez y su equipo trataron de refinar las técnicas empleadas para el desarrollo de mejores instrumentos que permitiesen aumentar la resolución de sus observaciones. El objetivo: poder cartografiar las órbitas de las estrellas en el centro de la galaxia.
Esto es precisamente lo que consiguieron con la denominada óptica adaptativa. De acuerdo con Ghez, la atmósfera de la Tierra distorsiona nuestra visión de la misma forma en que un río en movimiento distorsiona la imagen que tenemos del fondo. Si queremos tener una mejor vista, hay que encontrar la forma de cesar el movimiento del río. Lo que consiguen con la óptica adaptativa es corregir en tiempo real la distorsión provocada por la turbulencia de la atmósfera mediante el uso de espejos deformables. Una vez hechas las correcciones, los telescopios son capaces de capturar detalles de objetos astronómicos casi como si la imagen hubiera sido tomada desde el mismísimo espacio.
Tanto Andrea Ghez como Reinhard Gezel rastrearon, de forma independiente, los movimientos de las estrellas en el centro de la Vía Láctea. Estrellas que parecían girar en torno a una extraña fuente de ondas de radio que los telescopios no eran capaces de capturar. Y las órbitas que describían decían más de lo que parecía…
Analizando algunas de las estrellas más brillantes en el corazón de la galaxia observaron que muchas de ellas se movían con una velocidad extraordinaria dentro del mismo radio. Concretamente, la denominada S2 (o S-O2) era capaz de completar su órbita en menos de dieciséis años (el Sol tarda unos doscientos millones de años en completar una vuelta en torno al centro de la Vía Láctea), un tiempo tan corto que permitió a los astrónomos mapear completamente su órbita. Pero ¿qué provocaba que aquellas estrellas fuesen capaces de girar a tal velocidad?
La danza que describía las estrella había aportado la primera evidencia de la existencia de aquel gigante escondido en la oscuridad
La velocidad a la que orbitaban aquellas estrellas daba información sobre la masa del objeto cuya gravedad las atraía. De no haber un objeto tan masivo, aquellas estrellas no podrían moverse a tal velocidad o se irían flotando en la inmensidad del espacio. De esta forma, aquella fuente de radio debía ser un objeto muy masivo, pero extraordinariamente pequeño (en una escala astronómica). En otras palabras: allí, en la región denominada Sagitario A*, en el centro de la Vía Láctea, debía haber un agujero negro supermasivo. Las mediciones de ambos equipos, tanto del liderado por Andrea Ghez como del liderado por Reinhard Gezel, indicaban que aquel agujero negro debía tener una masa cuatro millones de veces la del Sol.
La danza que describía las estrella había aportado la primera evidencia de la existencia de aquel gigante escondido en la oscuridad. Pero, como todos los agujeros negros, este se encuentra escondido tras su horizonte de sucesos: esa frontera de la que nada puede escapar. La frontera que separa lo visible de lo incognoscible, donde las leyes de la física se rompen. Quién sabe que otros misterios guardan dentro y si el trabajo de astrónomas como Andrea Ghez podrá, algún día, ayudar a descifrar lo que escoden.
Referencias:
The Conversation: “Say hello to Sagittarius A*,the black hole at the center of the Milky Way galaxy”.
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