Desde hace varias semanas, Alba odia el color blanco. Nunca se le había pasado por la cabeza que un color pudiera caerle tan antipático. Es más, se habría reído en la cara de quién hubiese tenido semejante ocurrencia.
Pero desde hace varias semanas, Alba también se ríe poco. Sus mejillas sonrosadas ahora están pálidas, ha perdido el apetito y se encuentra cansada todo el rato. Ella cree que tiene algo que ver con esa habitación totalmente blanca en la que se encuentra, que, según le han explicado, es capaz de mantener a los gérmenes fuera para que no la ataquen. Todo allí es impoluto, deslumbrante y más blanco que un oso polar sobre una tarta de merengue.
Alba piensa que una cosa es no dejar pasar a los gérmenes… ¡y otra impedir la entrada a los colores! Hasta sus padres tienen que ponerse unos trajes del color de la nieve por encima de sus ropas para entrar en su habitación.
─Cariño, solo será por una temporada, hasta que tus defensas se recuperen… ─trata de consolarla su madre. ─Y en lugar de tenerme encerrada aquí, ¿no podrían darme unas defensas nuevas, si las mías ya no sirven? –suspira Alba dirigiendo la vista al techo, que le devuelve una mirada aséptica y vacía. ─Ojalá fuese tan sencillo, hija, pero los médicos ya te lo han explicado…
Sí, los médicos se lo han explicado un montón de veces. Alba sabe que padece una enfermedad de las células blancas (¡no podían ser las rojas, no!), una leucemia linfonosequé. ¡Vaya nombrecito! Todo para decir que las encargadas de protegerla frente a virus y bacterias se han convertido en una especie de zombis que no hacen más que multiplicarse e impedir que las células buenas hagan su trabajo normal.
Alba sigue con los ojos la cánula del gotero que va dejando caer un medicamento dentro de su brazo. No entiende cómo un simple líquido va a poder curarla, y para colmo, el tratamiento está haciendo que su pelo se caiga a mechones. Siente que su ánimo empieza a perder color también, como esa sustancia transparente que entra por su sangre.
«Ojalá Miguel estuviese aquí —piensa—. Él sabría qué hacer frente a una invasión zombi».
Miguel es su mejor amigo y sabe muchas cosas. Sabe, por ejemplo, qué tipo de atmósfera respiran los habitantes de Júpiter y cómo luchar contra un ejército de robots semi-humanos. Todo eso lo ha aprendido de los videojuegos que le presta su hermano.
─Para vencer a los zombis y a cualquier otra amenaza, siempre ayuda tener un buen disfraz y un nombre en clave ─le explicó Miguel un día durante el recreo─. Así, puedes infiltrarte en las filas enemigas sin que te vean y pasarles información falsa hasta conseguir destruirlas.
Alba todavía no ha elegido su nombre en clave. Le cuesta decidirse y las paredes blancas de su cárcel impoluta no le ayudan a pensar.
Mientras está sumida en esas reflexiones, una joven médica entra en su cuarto, ataviada con el traje de aislamiento. Alba no la ha visto antes; seguramente sea una residente en prácticas.
─¿Qué tal estás hoy, Alba?—pregunta la joven, con la misma despreocupación que muestran todos los que viven fuera de esa habitación con olor a desinfectante y a aburrimiento. ─Psché —responde Alba. No tiene ganas de hablar. Su humor está tan desvaído como las paredes.
La doctora la mira, y por un instante Alba piensa que le va a auscultar y explorar de arriba abajo, como hacen todos los médicos en prácticas. Pero en lugar de eso, la residente deja su fonendoscopio y se sienta junto a su cama, diciéndole desde detrás de la mascarilla:
─Soy la doctora Laínez, pero puedes llamarme Sol. Hace muchos años, yo me encontraba en una habitación como la tuya, hasta que conseguí curarme y salir. Por eso sé que estar aquí dentro es como meterse dentro de una bola de algodón, que te tapona todos los sentidos. Incluso la comida parece más insípida, ¿lo has notado? ─Pues sí, ¡es verdad! —dice Alba, sorprendida de que alguien comprenda al fin lo que siente. ─Te voy a contar mi secreto ─continúa la médica─. Para vencer al aburrimiento, me inventé un juego al que solamente yo podía jugar… ─¿Y qué juego era ese? ─Muy a su pesar, a Alba le pica la curiosidad. ─Mientras estaba ingresada, me imaginé convertida en una guerrera que había caído prisionera de unos seres diminutos, los cuales habían conseguido robar mis armas escondiéndose en mis venas. ─¡Los linfoblastos! ─dice Alba sin dudar. ─¡Chica lista! ─exclama la médica, sonriendo bajo la mascarilla. ─Pero… ¿cómo conseguiste escapar, si no tenías defensas? ─pregunta la niña. ─Porque desde el exterior de mi prisión, alguien luchaba para salvarme. Era otra mujer guerrera, una de las más inteligentes que han existido nunca. Su nombre: Gertrude Elion. ¿La conoces? ─Pues no, nunca había oído hablar de ella… ─Verás, Gertrude, además de una luchadora que peleó para entrar en un mundo vetado a las mujeres, era química. ¡Y una muy buena! Inventó un código para engañar a los linfoblastos enfermos, haciendo que ellos lo incorporasen en su ADN. Pero, cuando esas células querían usarlo para reproducirse, no lo conseguían y acababan destruyéndose. ─Como si les hubiese dado unas instrucciones incorrectas al bando enemigo… ─dice Alba, pensando que eso era justamente lo que le había explicado Miguel sobre la táctica para vencer a los zombis. ─¡Exacto! Gertrude consiguió eliminar con su código a todos los carceleros de mi sangre. Y no solo eso: después, utilizó ese método para crear otros medicamentos, que curaron a mucha más gente… ─Guauuu, ¡¡ella sí que era una auténtica cazadora de zombis!! ─exclama Alba. ─¿Cómo? ─pregunta la residente, que de pronto no entiende nada. ─Bueno… es que yo me imagino a los linfoblastos como un ejército de zombis que avanzan sin control por la sangre, molestando a las células buenas…
Ambas ríen. A la doctora le parece muy acertada su comparación con los zombis. Pero le explica a Alba que, para vencerlos, tiene que mantenerse fuerte dentro de la celda hasta que la ayuda del exterior llegue. Si no, los esfuerzos de Gertrude habrán sido en balde.
Entonces, Alba y la médica elaboran un plan.
La doctora seguirá llevando a la prisión el código secreto ideado por Gertrude, en forma de goteros o pastillas. Ahora que Alba ya sabe cómo funcionan, su desconfianza ha desaparecido.
Mientras, la niña luchará con todas sus fuerzas para mantener su espíritu guerrero fuerte dentro de la Celda Blanca. No se dejará vencer por el desánimo ni por el aburrimiento.
Ese mismo día, Alba les pide a sus padres un cuaderno y unas pinturas para decorar las paredes con sus dibujos. Además, comienza a probar la comida que viene en las bandejas del hospital, que, misteriosamente, cada vez están más llenas de colorido y sabor. «Parece ser que el personal de cocina se ha unido a la lucha contra los zombis, alertado por cierta médica residente —piensa Alba».
Alba también hace un descubrimiento importante: puede escapar a ratos de la Celda sin que nadie la vea, gracias a los libros. Leyéndolos, recorre lugares increíbles sin moverse de su cama, y eso consigue que los días pasen más rápido. La doctora Laínez le lleva historias sobre Gertrude Elion, Rita Levi-Montalcini, Marie Curie y otras mujeres que guerrearon frente a la ignorancia y la enfermedad. Alba aprende muchas cosas de ellas.
Un día, los compañeros de clase de Alba le envían postales de mil colores, que ahora cuelgan sobre las paredes de la Celda como un arcoíris en pie de guerra. La postal de Miguel dice: «¡Estoy deseando que vuelvas! Tenemos que elaborar un plan por si los zombis deciden atacar la ciudad».
Alba no puede evitar sonreír. Si él supiera que se ha convertido en una experta guerrera y que está a punto de ganar la batalla frente a unos zombis diminutos…
Cada día van quedando menos espacios blancos dentro de la habitación de aislamiento, cubierta de dibujos y postales. Y cada día, las mejillas de Alba recuperan una brizna de color y sus ojos adquieren el brillo que tenían antes de caer prisionera en la Celda Blanca.
Una mañana de primavera, los médicos le dicen por fin a Alba que sus defensas están lo suficientemente fuertes como para abandonar el aislamiento. ¡Hasta le permiten tener visitas!
Miguel es uno de los primeros en ir a verla al hospital. Al principio, Alba tiene miedo de lo que él vaya a pensar al encontrarla sin pelo. Pero todas sus dudas se despejan ante la mirada radiante de su amigo:
─¡Cómo mola! Ahora sí que podrás camuflarte sin problemas entre cualquier enemigo, pues no va a haber peluca que se te resista… ─¡Y no solo eso! ─le responde Alba, animada por la sonrisa de Miguel─. ¿Sabes? Ya he pensado mi nombre en clave. ─¿Y cuál es? ─pregunta intrigado el niño. ─¡Gertrudis! Por Gertrude Elion. He decidido que, de mayor, yo también voy a ser cazadora de zombis. Pero no como lo hacen en tus videojuegos: yo destruiré a los malos con una bata blanca y una probeta en la mano, y el método científico será mi mejor arma.
Miguel la mira con admiración. Comprende que a Alba aún le quedan batallas por librar, pero ahora sabe algo que desconocía antes de entrar en el hospital: ella es una guerrera con la fuerza suficiente para enfrentarse a cualquier ataque zombi y cuenta con un arcoíris de aliados que jamás la dejará sola.
Deja tu comentario!