Memorandum est: Laura Forster

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Laura Elizabeth Forster (Ryde, 1858 – Zalishchyky, 1917) fue una médica y neurocientífica australiana que participó como sanitaria en la Primera Guerra de los Balcanes y en la Primera Guerra Mundial.  En los años previos a la guerra, trabajó en algunos laboratorios desarrollando investigaciones de las que se derivarían varias publicaciones científicas. En 1911, pasó unos meses en el Laboratorio de Investigaciones Biológicas bajo la supervisión de Santiago Ramón y Cajal, quien citó los trabajos de la investigadora en más de una ocasión. Junto con Manuela Serra, fueron las primeras mujeres en trabajar en este centro mientras Cajal seguía en activo, siendo oficialmente reconocidas como miembros de su escuela.
Falleció el 11 de febrero de 1917, a los 58 años, de una insuficiencia cardiaca provocada por la gripe y el debilitamiento tras las extenuantes jornadas de trabajo en un hospital cercano al frente.

TEXTO POR BLANCA SALGADO FUENTES
ILUSTRADO POR PACO GALLEGO
ARTÍCULOS | MUJERES DE CIENCIA
MEDICINA | MUJERES DE CIENCIA
29 de Mayo de 2023

Tiempo medio de lectura (minutos)

  «(…) si las mujeres existieran únicamente en la literatura escrita por los hombres, las imaginaríamos como personas importantísimas, variopintas, heroicas y mezquinas, espléndidas y sórdidas, infinitamente hermosas y feas a más no poder, tan grandes como los hombres, incluso más grandes (…)».

Una habitación propia, Virgina Woolf.

Zalishchyky, 11 febrero de 1917 

Siento que me apago. Después de todo, puede que este no sea el sitio para una mujer. Pero jamás supe contenerme. Ni cuando trataba de jugar con mis hermanos en la casa de nuestra infancia a las afueras de Sydney ni cuando marché a Suiza a estudiar Medicina. Por mucho que sus miradas reprobadoras me advirtieran, yo sentía que tenía muchas más cosas que ofrecer. El mundo a mi alrededor estaba repleto de misterios que ansiaba desentrañar e injusticias que deseaba combatir. En mi juventud, ardían dentro de mí una curiosidad indomable y una fuerza que ahora extraño. Tal vez el compromiso social que guió a mi padre a lo largo de su vida corriera también por mis venas. No obstante, más que nada, lo que yo quería era saber, tanto como aquellos ilustres caballeros que nos deleitaban con sus elocuentes discursos sobre anatomía y fisiología. Me fascinaba la complejidad que se adivinaba en aquellas descripciones del cuerpo humano, esa prisión del alma de la que no podemos escapar. Sus necesidades, sus caprichos... por más que tratemos de conocerlo y controlarlo, seguimos sometidos a sus instintos y reacciones. A veces el cuerpo nos grita y no escuchamos, entonces se rebela, dejándonos indefensos ante lo inevitable. Como la extenuación que me domina en estos instantes, ya no basta la propia voluntad para hacerle frente. El presente se aleja (o quizás sea yo la que esté tomando distancia). El estallido de las bombas queda amortiguado por el denso telón de los recuerdos. Intuyo que los heridos no dejan de llegar, pero sus voces quedan distorsionadas por el delirio de la fiebre. Entonces, una bella imagen es recuperada por mi memoria: esos dibujos de trazos vegetales que cartogrofiaban los confines del pensamiento. Recuerdo aquellos meses de 1911 que pasé en Madrid. Adoraba mirar a través de los oculares de los microscopios, sentir la excitación de quien espía a través del cerrojo los secretos de una habitación cerrada. 

Primero, viajé a los Balcanes donde, pese a mi formación, no pude servir más que como enfermera. Dos años más tarde, Europa entera se sumió en la catástrofe y, de nuevo, acudí seducida por aquel canto de sirenas y explosiones. De algún modo, tenía la sensación de que no bastaba con esperar tiempos mejores, necesitaba empaparme de la realidad, sentir que estaba actuandoTodos aquellos años de estudio debían servir para algo. Quizás siempre supe que solo en el frente, donde la necesidad se vuelve ineludible, me darían una oportunidad pese a mi condición de mujer. En Inglaterra nunca hubiese llegado a dirigir un hospital o ejercer más que de matrona. En este lado de la realidad, sin embargo, la urgencia suprime cualquier rastro de convencionalismo. La vida se simplifica, dan igual los pronombres, la cuestión se reduce a si sabes manejar o no un bisturí. Supongo que tenía razón, aunque no me enorgullezco de aquellas motivaciones. El tiempo ha confirmado mis sospechas y espero que estos años de duro trabajo hayan servido para expiar mis anhelos egoístas. 

Siento que me desvanezco. No obstante, y pese al sentimiento de derrota que nos acompaña en cualquier guerra, en lo más hondo de mi ser, intuyo que he vencido... 

En Madrid… 

Sobresaltado por el estruendo de unos disparos, el médico abrió los ojos y abandonó la serenidad del sueño. A veces, los vestigios sonoros de la guerra lo alcanzaban en mitad de la noche. La hiperrealidad del recuerdo conseguía acelerarle los latidos y le impedía volver a dormirse. Sin embargo, aquella noche la fuente de su inquietud era otra. Interrumpida la pesadilla, tenía la extraña sensación de haber visitado un lugar muy lejano, tan remoto que, al regresar, se le antojaba ajeno su propio cuerpo. No fue hasta que los famélicos dedos del alba irrumpieron tras las cortinas que su angustia adoptó un nombre y apellido. El resto del día, anduvo distraído, incapaz de regresar por completo al mundo de los vivos. Horas más tarde, en su laboratorio, posaba la mirada en una publicación que acababa de rescatar de sus archivos:  «Por indicación del profesor Cajal, en cuyo Laboratorio hemos tenido el honor de trabajar durante algunos meses (…)» —rezaba la introducción del texto. 

Se llamaba Laura —dijo para sí el investigador, sobrecogido por su convencida elección del pasado para mencionarla—. Laura Forster…

 

Nota de la autora

Laura Elizabeth Forster (Ryde, 1858 – Zalishchyky, 1917) fue una médica y neurocientífica australiana que participó como sanitaria en la Primera Guerra de los Balcanes y en la Primera Guerra Mundial.  En los años previos a la guerra, trabajó en algunos laboratorios desarrollando investigaciones de las que se derivarían varias publicaciones científicas. En 1911, pasó unos meses en el Laboratorio de Investigaciones Biológicas bajo la supervisión de Santiago Ramón y Cajal, quien citó los trabajos de la investigadora en más de una ocasión. Junto con Manuela Serra, fueron las primeras mujeres en trabajar en este centro mientras Cajal seguía en activo, siendo oficialmente reconocidas como miembros de su escuela.

Falleció el 11 de febrero de 1917, a los 58 años, de una insuficiencia cardiaca provocada por la gripe y el debilitamiento tras las extenuantes jornadas de trabajo en un hospital cercano al frente.

Memorandum est: «lo que debe ser recordado».

 

 

Bibliografía  

Giné, et al. 2019. The Women Neuroscientists in the Cajal School. Frontiers in neuroanatomy 13: 72.

Obituaries Australia https://oa.anu.edu.au/obituary/forster-laura-17879

The Conversation https://theconversation.com/the-forgotten-australian-women-doctors-of-the-great-war-38289

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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