Un macrófago artista y una clase de biología

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Hace más de tres años, a Mario (el que ilustra) y a mí (la que escribe) nos ficharon en el sistema inmunitario. Así, como suena. ¡Y vaya experiencia! Por eso hemos venido a contar nuestra historia, para que sirva esta como homenaje a todos nuestros maestros e influencias. Nadie consigue nada solo. Nos lo enseñó el oficio de célula.

Gracias, Carmen, por contarnos la historia.

Gracias, Quique, por dejarnos contarla.

TEXTO POR CRISTINA SANTA
ILUSTRADO POR MARIO BARRACHINA
ARTÍCULOS | MUJERES DE CIENCIA
INMUNOLOGÍA | INMUNOTERAPIA | SISTEMA INMUNITARIO
28 de Diciembre de 2020

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Es jueves, nueve de febrero de 2017. Son las diez y cinco de la mañana y el desagradable sonido del timbre anuncia el fin de la clase de matemáticas. En lugar de prepararnos para la siguiente asignatura, decidimos salir al pasillo, pues no hay nada que nos tomemos más en serio que lo de ser adolescentes. Lo hacemos algo apáticos y cansados (somos alumnos de segundo de bachillerato), pero tenemos los beneficios claros. En primer lugar, salir al pasillo nos permite dejar de respirar el mal olor que se empieza a acumular dentro del aula. Además, ver a los vecinos de la clase de al lado nos hace autoconvencernos de que, al menos, no somos los únicos que esperan ansiosos la llegada del recreo. Algunos aprovechan para hacer los veinte metros lisos, otros para calentarse las manos en el radiador, otros para tirar a la papelera el chicle que llevan pegado a la muela desde que entraron al edificio. Algún otro calma los gritos de su estómago quitándole, antes de tiempo, un trozo a su bocadillo e incluso hay alguno que se atreve a ir a la planta de abajo a preguntarle a su amigo qué tal le ha ido el examen que ha tenido. Todo ello en un intervalo de tiempo muy pequeño que termina cuando vemos una bata blanca y una pila de carpetas doblar la esquina al final del pasillo. Entonces, volvemos al aula apelotonados y lo más rápido que podemos, intentando aparentar que, entre clase y clase, esperamos al profesor con el libro abierto, sentados y en silencio.

Carmen, la profesora de biología, cierra la puerta del aula al entrar y nos da los buenos días. Inmediatamente después anuncia que hoy empezamos una nueva unidad, en la que aprenderemos los aspectos principales y básicos del sistema inmunitario. «Es —añade— el responsable de defendernos ante cualquier infección y de protegernos de algunas enfermedades. Empezaremos por conocer las células que lo componen».

De manera casi automática, cogemos cada uno su lápiz y nos preparamos para subrayar lo que tendremos que estudiar de cara al examen. Sin embargo, Carmen ordena que cerremos los libros y comienza a hacer preguntas que nos dejan bastante confundidos.  

—¿Quién de vosotros se come en los recreos el bocadillo más grande?

Desde nuestros pupitres nos hacemos un examen rápido de autoconocimiento y algunos levantan la mano.

—Vale. Mario, tú serás un macrófago.

Aprovechando que hay más gente con la mano levantada, la profesora continúa con el reparto:

—Pedro, tú serás un linfocito CD8 y Esteban, tú serás un linfocito CD4.

Dirigiendo la mirada hacia mí, Carmen añade:

—Cristina, serás un linfocito B.

Habíamos sido elegidos para la batalla y teníamos que ir a luchar

Mientras la profesora continúa con la asignación de papeles, nos miramos unos a otros y enseguida sabemos lo que estamos pensando: ¿qué tiene que ver todo esto con el sistema inmunitario? ¿Esto entra en el examen? ¿Cuándo subrayamos?

Sin embargo, todas aquellas preguntas estaban de más. Habíamos sido elegidos para la batalla y teníamos que ir a luchar. Pedro, el linfocito CD8 (conocido también como linfocito citotóxico), se ató una cinta a la cabeza y cargó el arma. Destruiría a las células que estuviesen infectadas, que fuesen muy mayores o que estuviesen dañadas. Esteban, el linfocito CD4, se colocó una capa y cogió un megáfono. Dentro del cuerpo humano hay demasiado ruido: el torrente de sangre pasando, virus y bacterias tramando planes y cuchicheando, las células de la piel preguntándose unas a otras en qué playa han pasado el verano... Así que, cuando uno tiene la función de ayudar y organizar a todo el equipo, como hace Esteban, es preferible hacerse con algún artefacto que facilite la tarea.  

Mientras, en la tercera fila de pupitres, Mario se puso sus zapatillas fosforitas, convirtiéndose en un macrófago runner. Debía circular por los diferentes tejidos del cuerpo en busca de intrusos: bacterias, componentes de virus, elementos tóxicos… Al encontrarlos, solo tendría que comérselos y ya se encargaría su interior de demolerlos. Yo, por mi parte, como buen linfocito B, debía llevar siempre conmigo una bandera. La alzaría cada vez que viese algún ser extraño e iría corriendo a enseñársela al linfocito CD4, es decir, a Esteban. Al verla, me daría un zumo de citoquinas, unas moléculas que me activarían y me otorgarían la habilidad de producir anticuerpos.

Estábamos inmersos en aquel universo cuando sonó el timbre de nuevo. No queríamos que aquello acabara, pero, ahora sí y por fin, era hora del recreo. Salimos del aula y recorrimos los pasillos triunfantes, sintiendo que, desde ese momento, teníamos una misión importante.

En las consecuentes clases conocimos a las demás células del equipo. Recuerdo que Victoria era un mastocito que liberaba histamina y otras moléculas durante las reacciones alérgicas. Paloma era una célula NK y se le atribuyó la función de ataque. Pero, a Pedro aquello le sonaba, así que levantó la mano para preguntar: 

—Carmen, pero ¿no era yo el encargado de matar?
—Veréis, creo que el equipo ya es demasiado grande y os estáis empezando a liar. Haremos una cosa: os dividiremos en dos partes. Paloma (célula NK), Victoria (mastocito) y Mario (macrófago) serán los primeros en atacar. Estarán siempre preparados y deberán desarrollar una respuesta muy rápida, conocida como respuesta innata. La respuesta adaptativa será mucho más específica y, por lo tanto, requerirá mayor preparación. De ella se encargarán los linfocitos, es decir, Esteban, Pedro y Cristina. Vosotros solo iréis a ayudar cuando la respuesta innata no sea suficiente para eliminar la infección.

Pedro, confundido, intervino de nuevo:

—Vale, pero… ¿cómo sabemos cuándo nos necesitan?
—Muy buena pregunta, Pedro. Los linfocitos frecuentaréis los ganglios linfáticos en busca de Esther, la célula dendrítica. Ella será la encargada de informaros cuando vuestros compañeros necesiten ayuda. Además, os comunicará si el patógeno al que os enfrentáis es un virus, un protozoo, una bacteria… y os dará su nombre y apellidos. Con esto me refiero a que no solo os dirá, por ejemplo, que lucharéis contra un virus, sino que os dirá si se trata del causante del sarampión, del sida o del resfriado común.

Pedro pareció satisfecho con la respuesta, así que pasamos a conocer a los basófilos, a los neutrófilos y a todos los demás.

Aquellas clases no me dejaron indiferente. No me acuerdo de ninguna de las moléculas del ciclo de Krebs, de cuáles son las temperaturas de las diferentes capas de la Tierra ni de las partes que tienen las angiospermas. Pero aquella historia del sistema inmunitario despertó en mí un gran interés. Tanto, que decidí estudiar inmunología en la universidad. Desde entonces, he aprendido aspectos impresionantes. Por ejemplo, que el equipo que formamos aquel curso escolar tiene un papel importantísimo en el cáncer. ¿Cómo no nos contó eso Carmen?

Por si teníamos poco trabajo, también debemos recorrer los tejidos en busca de células cancerígenas. En la mayoría de las ocasiones somos capaces de encontrarlas y matarlas. Sin embargo, las células malignas pueden engañarnos, por ejemplo, usando disfraces para que no las reconozcamos. Utilizando esta y otras estrategias, puede que consigan establecerse en alguna parte de nuestro cuerpo, se dividan de manera descontrolada y formen un tumor. Muchos científicos y científicas dedican su tiempo a investigar cuáles son estas estrategias porque, si consiguiéramos entenderlas, podríamos desarrollar lo que se conoce como inmunoterapias, consideradas clave para tratar el cáncer.

...el equipo que formamos aquel curso escolar tiene un papel importantísimo en el cáncer. ¿Cómo no nos contó eso Carmen?

A comienzos de la pandemia de COVID-19 me acordaba mucho de Mario. Hacía mucho tiempo que no lo veía, aunque no recordaba exactamente cuánto. Nuestros caminos se separaron en junio de aquel año y, poco después, él empezó a estudiar diseño e ilustración en la universidad. Me acordaba de él, además de por ser compañero y amigo al que admiro, porque pensaba que los macrófagos lo deberían estar pasando fatal con lo del coronavirus. Al fin y al cabo, son de los primeros en ver al patógeno (porque ya sabemos que son parte de la respuesta innata), así que pensaba que un bicho tan potente y nuevo como este no los estaría dejando indiferentes.

...las células malignas pueden engañarnos, por ejemplo, usando disfraces para que no las reconozcamos.

Una vez acabó el confinamiento, me aseguré de ver a Mario para que me contase sus hazañas vitales. Optamos por ir a una cafetería a desayunar donde, entre trago y bocado, recordamos con añoranza la época de los descansos en los pasillos y las clases de biología. Aproveché para preguntarle si me podía enseñar su porfolio, pues no todos los días se tiene en frente a un macrófago artista. Además, el último dibujo suyo que vi fue uno de los que decoraban los pupitres verdes del instituto. «Y supongo que habrán mejorado desde entonces», bromeaba.

Accedió a enseñármelo y, mientras navegaba por sus ilustraciones, me vino a la mente algo: «Oye, Mario, ¿por qué no hacemos algo juntos para Principia?».

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