En esa época, en la Tierra ya era común ver, en cualquier hogar, la presencia de algún tipo de robot inteligente, grande o pequeño, jugando un papel importante en el control de las características químicas del ambiente: una mejor calidad del aire; la reducción de gérmenes, virus y bacterias; una adecuada humedad y temperatura; aromas pensados para estimular el aprendizaje o la relajación; entre otras ventajas más. Por otro lado, las actividades de los seres humanos eran reguladas por máquinas; logrando, por primera vez, una sincronización perfecta a nivel de tráfico, producción y consumo de alimentos, basura, entre otros. Los espacios públicos tenían acceso a sistemas inteligentes que estaban siempre a la disposición de uno. Se podría afirmar que la vida del hombre se había simplificado y mejorado enormemente. Pero, como todo en la vida, las actualizaciones trajeron a su vez nuevos retos que pusieron a trabajar a todos, humanos y máquinas, como una sola mente. Es dentro de este contexto, que la siguiente historia se desarrolla.
PARTE 1.
Año 2140 E.C.
Era de noche y en un parque, al sur de la capital española, se encontraban reunidos varios amigos. Con edades que fluctuaban entre los trece y quince años, el grupo tenía tanto mujeres como hombres. La ropa que vestían era inteligente, siendo capaz de regular la temperatura corporal al tiempo que mantenía hidratado al cuerpo. Sus peinados, excéntricos y coloridos, acentuaban sus distintas personalidades.
—¡Ey! ¿Han escuchado la música del siglo XX? —preguntó animadamente una joven risueña de tez morena.
—¡Alaia, tú vives en otra época! —le gritó uno de sus amigos y retomó— ¿Porqué habríamos de escuchar música tan vieja? Eso no va con nosotros.
—¡Solo denle una oportunidad! —insistió y, al mismo tiempo, ordenó en voz alta— Play Concierto de Aranjuez from Paco de Lucía.
De pronto, en cada uno de los oídos de los presentes, se escuchó la voz gentil de un sistema inteligente:
—Enterado, ciudadana Alaia. Esta es la canción solicitada —mientras que en cada uno de ellos comenzaba a escucharse la pieza musical.
Unos segundos después, todos, menos ella, interrumpieron la canción con un doble chasquido de dedos.
—Tú no eres de aquí —le dijo, en tono de desaprobación, una amiga a su izquierda.
En efecto, desde que Alaia tenía memoria, siempre había sentido que ella era de otro lugar, por no decir de otro planeta. Esa noche, sin embargo, supo a dónde pertenecía.
Mientras escuchaba la bella melodía de la guitarra y contemplaba los distintos brillos esparcidos en el cielo despejado, sus ojos, de pronto, se encontraron con un disco enorme que parecía tener, sobre su superficie, la forma de un conejo atrapado.
—Yo voy a vivir en la Luna —se dijo a sí misma, con una sonrisa y un brillo en sus ojos que reflejaban el mayor hallazgo de su vida.
Año 2149 E.C.
Alaia fue una de las doscientas personas seleccionadas para vivir en la Luna. Tras años de rigurosos exámenes físicos, intelectuales y emocionales, mostró tener todas las aptitudes necesarias para habitar el objeto celeste definido como el desierto más grande, inhóspito y cercano a la Tierra. ¿Quién, en su sano juicio, tendría el coraje como para irse a vivir a un desierto sin oasis, con temperaturas que durante el día harían hervir el agua y que durante la noche matarían todo rastro de vida? Alaia, definitivamente, era una de esas personas.
Ella jamás se había sentido tan especial como el día que recibió la gran noticia. Con apenas veintidós años de edad, cabello con efectos ópticos que cambiaba según el ángulo con el que era visto, desde un color rosa fosforecente hasta uno azul cielo; tres lunares, en forma de triángulo, debajo de su ojo derecho; y una sonrisa que ninguna crítica podría haber alterado. Mientras ella desayunaba, la pared frente a su comedor se iluminó, repentinamente, con un letrero gigante:
—Tienes un nuevo mensaje —y una voz se dirigió a ella con amplia amabilidad.
—¿Deseas leer el mensaje?
—Sí —respondió Alaia mientras vertía cereal en un plato.
El tamaño de sus ojos fue aumentando conforme iba leyendo oraciones, así como la expresión de su rostro, que inicialmente era de sospecha y que se fue transformando en un rostro iluminado de alegría. Además, durante todo ese tiempo, el cereal fue llenando el plato hasta saturarlo y esparcirse a su alrededor, e incluso llegar al piso. Cuando acabó de leer el mensaje, fueron infinitas las ganas de estirar sus brazos y gritar eufóricamente:
—¡Lo logré!
Un año transcurrió en medio de entrenamientos y trámites, donde, básicamente, tuvo que avisar a todas las autoridades locales que ya no viviría en la Tierra, sino en la Luna. Seguramente fue divertido poder ver los rostros de algunas de las personas que la recibieron y que, debido a su ignorancia de dicha misión espacial, la tacharon de loca. ¡Cuánta incomodidad!
Año 2150 E.C.
La construcción de las minas comenzó diez años antes del arribo de sus habitantes. Y fueron las máquinas quienes se encargaron de ella. Las mentes a cargo del proyecto espacial concibieron la creación de un espacio subterráneo como la mejor solución a los peligros mortales que uno podría encontrar en la Luna. Y es que la inmensa energía proveniente del Sol, así como del espacio mismo, tiene efectos muy nocivos sobre la salud del ser humano. Esto se debe a la falta de una atmósfera lunar adecuada para albergar vida, como la de la Tierra, entre otras razones.
Surcando el espacio interestelar
Finalmente, llegó el día en el que cinco naves, cada una con cuarenta personas, surcaron el cielo terrestre para después atravesarlo y salir al espacio oscuro, desde el cual, la Tierra, como un inmenso todo, fue empequeñeciéndose con el transcurrir de los días. Alaia, desde la escotilla de su cabina, estuvo atenta todo ese tiempo a todo cuanto entraba en sus ojos: desde la infinitud del espacio, con puntos brillantes en todas direcciones, hasta la magnificencia del astro de fuego que da vida a nuestro planeta.
El viaje requeriría de tres días, no significando por ello que la Luna está cerca. La distancia promedio que nos separa de ella es de aproximadamente diez veces la circunferencia de la Tierra. Si tomáramos nuestro carro y viajáramos a toda marcha, por una carretera imaginaria, tardaríamos unos setenta días en llegar.
Vaya sorpresa que vivió Alaia cuando, mientras contemplaba desde su escotilla, descubrió a la Luna asomándose a tientas, con extrema cautela, como queriendo reencontrarse con ella, pues durante todo ese tiempo ella se había sentido como una hija sin hogar. Dos pequeños cúmulos de agua se fueron formando, cada uno debajo de un ojo, pues las lágrimas en el espacio no caen sino que se acumulan, para luego muy lentamente evaporarse o ser simplemente absorbidas por un paño. No pudo ser más emotivo ese momento, tan esperado y tan soñado, por tantos años, a cada momento y en cada respirar.
La llegada al satélite terrestre
El sistema inteligente de cada una de las cinco naves avisó a sus tripulantes de la proximidad al astro gris y solitario.
—A todos los tripulantes: se les solicita sigan el protocolo de llegada y tomen las debidas precauciones. El tiempo estimado de vuelo es de cinco horas y quince minutos.
Con una superficie que contiene aproximadamente nueve mil cráteres, que sirven como recordatorio constante de lo terrible que es la falta de una atmósfera, la Luna recibió a las cinco naves. Alaia, en voz alta, llevó el conteo de los últimos segundos. La vista área de las instalaciones dejaba entrever la figura de un pentágono. El puerto de arribo, para cada una de las naves, estaba colocado en uno de los cinco vértices. Poco a poco fueron descendiendo, de forma controlada, hasta entrar correctamente en el área designada. Por debajo de las naves se elevó verticalmente una estructura cilíndrica hasta tocar su base. Tras la espera de varios minutos, el sistema confirmó con éxito la conexión a las instalaciones subterráneas. Finalmente, habían llegado.
Deja tu comentario!