Desenterrar al mayor asesino de la historia

Portada móvil
TEXTO POR MAITE PÉREZ CIDONCHA
ILUSTRADO POR NEREA BLANCO
ARTÍCULOS
GRIPE | VIRUS
10 de Marzo de 2022

Tiempo medio de lectura (minutos)

Bzzzz. Bzuuu.

Apago rápidamente el despertador. No quiero que el ruido despierte a nadie.

Es temprano. Hace mucho mucho frío. La pereza me atrapa entre las sábanas. Aquí, tapado hasta la nariz se está a gusto, caliente y seguro. Me doy ánimos mentalmente. Recuerdo qué me ha traído hasta aquí, cuál es mi misión.

No sin esfuerzo consigo levantarme de la cama. Desayuno algo rápido y me pego una ducha caliente que me permite entrar en calor. Intento saborear ese instante. Mantener el recuerdo del agua caliente sobre el cuerpo. Lo voy a necesitar después. Me seco bien y comienzo a vestirme con las ropas de invierno. Una capa tras otra. Camiseta térmica, jersey, abrigo, calcetines, botas… 

Todavía queda lo más importante. Reviso cuidadosamente que no se me olvide nada: las herramientas, las tijeras de podar de Eileen, el instrumental, los tubos…  Sí, parece que está todo. Agarro la mochila con el equipo y salgo del edificio sigilosamente. Atravieso la calle principal de la aldea. Está desierta. Todo el mundo duerme. No tardo en alcanzar el límite de casas. A continuación, no hay nada. La tierra helada de Alaska me espera. Suspiro un instante y me adentro en la vasta llanura. Aquí, sin la protección de los edificios, el frío y el viento son atroces.

Después de un buen rato caminando, o al menos a mi me ha parecido eterno, diviso algo en el horizonte.

Tiene que ser ese montículo del fondo. No están ya las cruces blancas de madera que me marcaron el camino la primera vez. Esas que se mantuvieron en pie, testarudas, resistiendo a las inclemencias del tiempo durante tantos años. Pero no hay duda. Es el montículo. Aprieto el paso y recorro los últimos metros hasta mi destino.

Todo en este lugar parece suspendido en el tiempo. Tan solo las canas que cubren mi pelo me recuerdan que han pasado cuarenta y seis años desde la última vez que estuve aquí. Reconozco la zanja que excavamos entonces. Esa donde hallamos el cadáver de la niña. Todavía con su vestido azul y los lazos rojos decorando sus trenzas.

Observo en detalle el terreno, escojo una zona y empiezo a cavar. Cada palada de tierra es un esfuerzo titánico. El suelo está congelado. Duro como el mármol.  Varios exabruptos recorren mi mente.  Me recuerdo a mí mismo que tiene que ser así. Que no me he vuelto loco. Que el permafrost, ese suelo permanentemente congelado, es lo que permite que se conserve el tesoro que he venido a buscar. Continúo excavando. Tan solo paro un rato para comer algo y recuperar un poco de fuerzas. Mañana vendré con más gente. Necesito una pequeña cuadrilla que me ayude si no quiero tardar semanas.

Han pasado cinco días. Hemos avanzado mucho. A dos metros bajo tierra se vislumbran unos huesos. Con emoción y mucho cuidado vamos poco a poco retirando la tierra congelada hasta descubrir el cadáver. Es una mujer, una mujer inuit. Creo que la llamaré Lucy, como la famosa Australopithecus.

Parece que nuestra Lucy nos ha traído suerte. Con ayuda de las tijeras rompo el esternón. Sus pulmones están prácticamente intactos, congelados durante casi un siglo. Una sonrisa de esperanza alumbra mi rostro.

Ha habido suerte. Han sido capaces de obtener la secuencia intacta de la gripe de 1918... Lágrimas de alegría recorren mis mejillas... Ahora podremos conocer qué tenía de especial ese virus para ser tan mortífero. Cómo pudo llevarse por delante a cincuenta millones de personas.

Un recuerdo vuelve a mi memoria. Es 1951, tengo veinticinco años. Aquella vez también pudimos rescatar tejido congelado. Tomé muestras de hasta cuatro cuerpos, pero transportarlo hasta Iowa se tornó en una tarea casi imposible. La pequeña avioneta en la que iba tuvo que parar docenas de veces para repostar. A pesar de mis continuos intentos por mantener congelada la muestra con el dióxido de carbono de un extintor, cuando llegué a destino no había nada. No fui capaz de rescatar lo que buscaba. Nunca me he quitado el regusto agridulce de que fueron las limitaciones del momento las que hicieron fracasar estrepitosamente la misión. Pero esta vez no voy a fallar. La vida me ha dado una segunda oportunidad.

Con mucho cuidado tomo la muestra de pulmón y la introduzco en un líquido especial. Esta vez no seré yo quien la transporte. La empaqueto y la envío a Taubenberger y sus colegas en Washington. Serán ellos los que intenten resucitar al mayor asesino de la historia. Secuenciarlo. Desvelar sus secretos. Cruzo los dedos para que esta vez funcione.

Diez días después recibo una llamada del laboratorio. Ha habido suerte. Han sido capaces de obtener la secuencia intacta de la gripe de 1918. Los ocho segmentos de ARN del virus. Lo sabía. Sabía que tenía que estar ahí. Lágrimas de alegría recorren mis mejillas. Ahora sí. Ahora podremos conocer qué tenía de especial ese virus para ser tan mortífero. Cómo pudo llevarse por delante a cincuenta millones de personas.

 

 

Relato que nace del concurso propuesto como tarea en la clase «Narrativa científica» (impartida por Enrique Royuela) a los alumnos de la III edición del curso ‘La divulgación científica: un relato transmedia’, organizado por la Unidad de Cultura Científica y de la Innovación (UCC+i) de la Universidad de Murcia (UMU).

 

 

https://shop.principia.io/catalogo/comic-intrepidas-n-1-maryam-mirzakhani/
«Intrépidas». La primera serie de cómics de Principia tebeos ya en precompra.

Deja tu comentario!