Si la señora quiere presumir de ornamentos fruto de sus campañas por las Indias, los lucirá. Pero, aunque ella no lo sepa, la sangre de mi pueblo adornará sus hombros. Porque yo soy Qillqa, la que escribe con hilos, y en esta prenda he bordado mi historia.
A veces me pregunto por qué la lluvia, si cae de un mismo cielo, es tan distinta en dos lugares del mundo. En las montañas donde yo nací, el agua se desplomaba en ráfagas que cortaban la piel como un cuchillo, reverdeciendo el paisaje y el espíritu. En esta ciudad que los españoles llaman Madrid, en cambio, los chaparrones son como una cortina suave y difusa que lo emborrona todo, incluso la memoria.
O tal vez sean las lágrimas, que no me dejan distinguir bien aquello que me rodea: el pasado, del presente; el dolor, de la añoranza.
─Qillqa, deja de mirar por la ventana y continúa con tu labor o te ganarás unos buenos azotes ─me dice la gobernanta con tono áspero, devolviéndome a las cuatro paredes de piedra que me rodean.
Con el dorso de la mano me enjugo las lágrimas y vuelvo a fijar la vista en el telar. Yo tejo como tejía mi madre y la madre de mi madre, uniendo un extremo de la urdimbre a un árbol y el otro extremo a mi cintura, como un cordón umbilical que me atase a la tierra. Pero ahora frente a mí no hay ningún árbol, tan solo un poste de madera al que arrancaron hace tiempo las raíces, al igual que a mí.
Mis dedos morenos acarician la lana de vicuña y me estremezco al sentir ese mismo tacto que abrigaba los sueños de mi infancia. De golpe, mis recuerdos vuelven a ser nítidos. Me aferro a ese hilo que procede de la misma tierra que yo, y con él voy tirando de mi memoria. Ni todo el repiqueteo de la lluvia de Madrid podría borrarla ahora.
Paso una hebra de lana verde por la urdimbre, extrayendo de los hilos el mismo dibujo que hace el viento al soplar sobre el prado andino. Mis mejillas se sonrojan al recordar el sonido de la hierba mecida por la brisa y la voz de Astu susurrando tras de mí:
─Mientras tú pastoreas, yo iré a cazar un par de cuyos para la cena.
¡Qué tonta fui por no haberle besado entonces! En vez de eso, fingí que vigilaba los andares de una llama entre los riscos. Como si aquello me importase más que el cimbreo del caraj de flechas sobre sus anchas espaldas.
Este pensamiento hace temblar mi mano y la madera que sujeta los hilos cae al suelo. La recojo apresurada, esperando que la gobernanta no se haya dado cuenta. Por suerte, está ocupada abroncando a otra sirvienta por no haber abrillantado la plata de su señora, doña Isabel de Portugal, reina consorte de España.
Tomo un nuevo hilo, esta vez de color púrpura. Aprendí de mi abuela la técnica de teñir los ovillos machacando cochinillas y mezclándolas con limón o con orines para obtener las diferentes tonalidades del rojo. Antaño, encontraba placentero aplastar todos aquellos pequeños insectos para obtener el preciado tinte color carmín.
Ahora, esta imagen me revuelve las tripas. Mi pueblo también murió entre ríos de carmín bajo los disparos de los mosquetones. Como cochinillas indefensas.
Nuevamente siento que las lágrimas trepan hasta mis ojos y yo trato de hacerlas desaparecer concentrándome en el huso de lana, que vuela de un lado a otro del telar. Vuela como las flechas de Astu cuando salía a cazar cuyos. Vuela como sus piernas tratando de ponerme a salvo de los españoles. Vuela como la pica que se le clavó en el ojo, dejándolo tendido a mis pies.
Aprieto los dientes frente al telar y lo tenso con fuerza a mi cintura. Amarrando mi rabia en cada nudo, bordeo de rojo los contornos del manto para la señora.
El manto estará listo para Pentecostés, como quiere la señora.
«Ese día, la Reina dará una recepción, a la que va a acudir lo más granado de la corte de Madrid y Toledo», me había dicho la gobernanta el día que llegué a Madrid, tras un viaje de muchas lunas por mar y por tierra. «Más vale que los servicios que su señor presta al virrey de Perú luzcan de alguna forma».
Pues si la señora quiere presumir de ornamentos fruto de sus campañas por las Indias, los lucirá. Pero, aunque ella no lo sepa, la sangre de mi pueblo adornará sus hombros.
Porque yo soy Qillqa, la que escribe con hilos, y en esta prenda he bordado mi historia.
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