Llámame Henrietta

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Aunque Henrietta S. Leavitt y Henrietta Lacks eran mujeres de épocas y campos científicos diferentes, compartían el nombre y dejaron huellas significativas en la ciencia. Leavitt, astrónoma del siglo XX, descubrió relaciones fundamentales en la astronomía, sentando las bases para medir distancias cósmicas. Por otro lado, Henrietta Lacks, en el siglo XX, sin saberlo (y sin su consentimiento), contribuyó a la medicina moderna con sus células, conocidas como HeLa, que permitieron avances en investigación médica. Ambas Henriettas, aunque separadas por disciplinas, influyeron en la ciencia de maneras únicas y perdurables.

TEXTO POR BLANCA SALGADO FUENTES
ILUSTRADO POR HAIZEA SAN GABINO
ARTÍCULOS | MUJERES DE CIENCIA
ASTRONOMÍA | BIOLOGÍA CELULAR | MUJERES DE CIENCIA
23 de Enero de 2024

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A veces echo de menos la tierna inocencia de la infancia, esa ausencia de todo prejuicio que permite contemplar la realidad tal y como se muestra, y no como pensamos que es. Hay una gran sabiduría y potencial de hallazgo en esa mirada pura, llena de asombro y carente de sesgos que puebla las cuencas oculares de los niños. Se trata de ojos que no temen preguntarle a la realidad qué les tiene preparados, no juzgan, solo observan fascinados todo lo que les rodea aceptándolo tal y como viene. El afán por clasificar y etiquetar nos sobrecoge más tarde, cuando la vida comienza a incumplir las promesas que nos había hecho. Así, no fue hasta que un compañero de clase me llamó la atención sobre los andares renqueantes de mi abuelo que me percaté de que aquel rasgo contradecía el artificio que definimos como normalidad. Para mí simplemente era un atributo más, como el color oscuro de sus iris o la pérdida de pigmento en su cabello; algo que me permitía identificarlo entre la muchedumbre, volviéndolo reconocible y cercano en medio de la masa anónima de gente. Sin embargo, desde aquel momento cambió mi perspectiva de ese rasgo tan suyo, distanciando su peculiar figura. Afortunadamente, los relatos sirven para contradecir los grandes dogmas y si algo disfrutaba mi abuelo era el arte de contar una buena historia. Cuando se percató de mi inquietud al observar su caminar torcido, me explicó que aquella singularidad era la prueba de que era un superviviente. «Tendría más o menos tu edad cuando me contagié de una terrible enfermedad que paralizaba el cuerpo de los niños: la polio. Había quien no conseguía superarla, en cambio yo sí, pero me quedó esta cicatriz. Al principio la odiaba, ya que me impedía jugar como el resto de los chiquillos. Con el tiempo comprendí que no fue un impedimento, sino una oportunidad…». Porque, en parte, para él las largas y solitarias estancias en casa fueron una ocasión para leer los libros que arribaban de forma misteriosa a su habitación; o pasar las noches contemplando el cielo y su metamorfosis con el transcurso de los días.

También yo me beneficié de una oportunidad el verano que pasé en su finca. Agotado el aletargamiento de las calurosas tardes estivales, nos hacíamos al campo —con la fresquita, como solía decir— y esperábamos a que el cielo se poblara de brillantes estrellas que luego él conectaba con trazos invisibles dibujando las constelaciones en el aire. Mientras lo hacía, yo le discutía que aquellas figuras fuesen lo que él decía que eran o le contaba cosas que había aprendido en el colegio. Él también me narraba historias y consolaba mis temores, como aquel día en que no me atreví a salir de casa porque no quería coger la enfermedad responsable de la deformidad en su pierna. Entonces, me explicó que ya no había de eso, que los científicos habían descubierto un remedio hacía tiempo y que estábamos a salvo. De vez en cuando, su mirada se llenaba de nostalgia y yo tenía la sensación de que se marchaba lejos. Al poco tiempo me demostraba que había regresado, expresando el último resquicio de sus ensimismados pensamientos en voz alta: «siempre quise tener un mapa… que alguien hubiese cartografiado el cielo como se ha hecho tantas veces con la tierra. Descubrir qué hay ahí fuera…».

Porque estas dos —en tantos sentidos— heroínas compartieron algo más que el haber hecho una aportación al progreso de la humanidad, también tenían el mismo nombre: Henrietta. La astrónoma Henrietta S. Leavitt y la donadora involuntaria de las famosas células HeLa Henrietta Lacks

Hoy, tantos años después, pienso en todas las historias que me hubiera gustado contarle. Decirle que sí que existía un mapa del universo y añadir orgullosa que fue una mujer quien dio las claves para esbozarlo. Una mujer que como él se dedicó a la minuciosa observación de las estrellas, lo que le permitió detectar patrones en el parpadeo de su brillo: señales que nos envían desde muy lejos y que pueden usarse para medir las distancias que nos separan de ellas. Con ello comenzamos a aprender lo que había ahí fuera y que el universo que conocemos no es el que ha existido siempre, pues se encuentra en continua expansión. Además, le contaría las peripecias que condujeron al hallazgo de la vacuna que protegería a tantos niños frente al virus de la poliomielitis, insistiendo ante su mirada incrédula en que este descubrimiento también fue posible gracias a una mujer, una paciente —como lo fue él y como lo somos todos en algún momento de nuestras vidas— cuyas células han revolucionado la investigación que se realiza en los laboratorios de todo el mundo. Entonces, culminaría mi relato con una de esas casualidades que hacen de la vida un gran teatro en el que nuestros destinos parecen estar escritos. Porque estas dos —en tantos sentidos— heroínas compartieron algo más que el haber hecho una aportación al progreso de la humanidad, también tenían el mismo nombre: Henrietta. La astrónoma Henrietta S. Leavitt y la donadora involuntaria de las famosas células HeLa Henrietta Lacks. Pese a que el valor del legado de ambas es inconmensurable, su mérito no siempre fue reconocido, siendo víctimas de un injusto olvido. Ambas murieron tempranamente a causa de un cáncer. H. S. Leavitt fue propuesta para el Nóbel cuatro años después de su fallecimiento, mientras que H. Lacks —sin saberlo— nos cedió su inmortalidad: esa trascendencia que los seres humanos han estado buscando desde tiempos inmemoriales.

Hoy, tantos años después de aquel verano, me doy cuenta de que soy de las pocas personas de mi generación que han visto un cielo estrellado como los que me mostraba mi abuelo. Las luminosas y estridentes ciudades intimidan a las estrellas, que se esconden de nuestras inquisidoras miradas privándonos de la posibilidad de intuir los trazos que las conectan. Pienso que nuestras vidas podrían ser como las de esas solitarias estrellas, aisladas unas de otras hasta que una mirada atenta se atreve a trazar los lazos invisibles que las unen. Esbozar el dibujo que da sentido a todas esas coincidencias que nos permiten llenar el vacío de nuestra existencia. Recuerdo entonces los cuatro vértices del carro de la Osa Mayor: Leavitt, Lacks, él y yo unidos para siempre en la cúpula celestial. Quién sabe, quizás no esté de más decir que nuestro nombre (también) es Henrietta…

 

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