¿Cómo digo que te amo?

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Relato finalista del certamen «Ciéncia-me un cuento» 2021. Organizado por SRUK/CERUK (Society of Spanish Researchers in the United Kingdom).

TEXTO POR MARCOS LLEMES
ILUSTRADO POR ALBA MEDINA
ARTÍCULOS | KIDS
COMPORTAMIENTO | DISCAPACIDAD | ETOLOGÍA
14 de Octubre de 2021

Tiempo medio de lectura (minutos)

Muchas, pero muchas, eran las preguntas que aparecieron en la cabeza de Olivia cuando sus papás le informaron de que su hermanito, el pequeño Damián, era sordo.

—¿Sordo? ¿Desde cuándo? ¿No escucha nada nada? ¿Hay algo que se pueda hacer?

Sus padres aún no tenían todas las respuestas. Damiancito era apenas un bebé. Hacían falta varios estudios para tener un panorama detallado de su condición. Pero, por el momento, se sabía que no escuchaba nada nada y que lo que se podía esperar a futuro era que el niño aprendiera el lenguaje de señas, así como también considerar el uso de un implante coclear.

—¿Un implante co-qué? —preguntó Olivia, con ojos muy grandes.

Su papá le explicó que un implante coclear era un dispositivo que se les implanta a las personas sordas en el oído interno, también llamado cóclea, mediante cirugía.

—¿Y eso les ayuda a escuchar? —interrogó la niña, que siempre quería llegar al fondo de todos los temas.
—Eso es. En realidad, lo que hace el implante es transformar el sonido en señales eléctricas, las cuales son enviadas al cerebro a través del nervio auditivo, ¿comprendes?
—Poco y nada —respondió con honestidad.
—Bueno, pequeña, no te preocupes. Ya podremos explicártelo mejor. Es demasiado pronto para pensar en ello.

Ahora que tenía una perspectiva más amplia de lo que era el lenguaje, el cual, tanto en animales como en humanos, no estaba limitado a las palabras, Olivia se sintió más tranquila.

Aquellas palabras, en vez de tranquilizarla, sembraron en la cabeza de Olivia otra buena cantidad de interrogantes. De nuevo, eran muchas ¡y todas muy importantes! Pero había una que se destacaba entre el resto:

—Si Damiancito no me puede escuchar, ¿cómo le digo que lo amo?

La primera vez que se lo preguntó fue en una tormentosa tarde de enero, observando la lluvia deslizarse por el ventanal de la sala. Su perrita, Lola, cómodamente acurrucada en el regazo de la niña, levantó la cabeza y emitió un preocupado gruñido.

—Disculpa si te incomoda —le dijo Olivia, rascándole el lomo—. Pero es que no sé dónde consultar. He estado leyendo sobre la sordera y estudiado algo de los implantes cocleares, he practicado incluso el abecedario en el lenguaje de señas, imitando las imágenes que encontré en una enciclopedia de papá. ¡Pero aún no sé cómo hacerle saber a mi hermanito cuánto lo amo!

Lola volvió a recostar la cabeza en el regazo de Olivia.

—No quiero esperar a que Damiancito aprenda a leer un «te amo» escrito en un papel —agregó Olivia y pegó un largo suspiro—. Papá dice que hay un largo camino por recorrer y que con el tiempo tendremos todas las respuestas, pero yo pienso que lo mío no puede esperar —dejó de rascar a Lola y la perrita gruñó como pidiendo más. Olivia la miró a los ojos—. Lola, Damiancito no puede pasar tanto tiempo sin saber esto. ¡El amor es algo importante!

Fue en ese momento que se dio cuenta de algo:

—Un momento, ¿tú cómo sabes cuánto te amo si ni siquiera eres humana?

Lola, pese a ser su mejor amiga canina, no dejaba de ser un animal. Y hasta donde Olivia sabía, los animales no entendían el significado de las palabras. Contenerse a esta duda también le resultó inevitable, por lo que tuvo que recurrir a su mamá. Se le ocurrió que ella, siendo veterinaria, tendría una buena respuesta.

—Verás —dijo la madre de Olivia, interrumpiendo su lectura al costado de la estantería—, los animales se comunican entre sí de muchas formas.
—¿De verdad? Pero ¿cómo? Yo no les escucho decir nada.
—No es necesario —explicó la madre—. Pueden hacerlo mediante otros sonidos. Piensa en las aves y en cómo usan su canto para llamar a sus compañeros, atraer a su pareja o espantar a los invasores cercanos a sus nidos.
—¿Y los perros? —intervino Olivia—. Lola no parece entender mucho nuestro idioma, aunque creo que de alguna forma entiende lo que le digo.
—Los perros usan ladridos y gruñidos para entenderse entre ellos. Y aunque no sepan hablar ningún idioma, reconocen cuando los sonidos que emitimos tienen buenas o malas intenciones, precisamente por el volumen, el tono y el ímpetu que le ponemos a nuestra voz, ¿no es así, Lola? —preguntó dulcemente a la perrita, quien se acercó a ella y se dejó rascar entre las orejas.

...los animales, dependiendo su especie, se relacionan a través de sonidos, gestos, movimientos, ademanes, rituales, danzas e incluso liberando sustancias químicas, como las feromonas Olivia se quedó en silencio, pensativa.

Su madre la observó con una media sonrisa en la cara, pues sabía que su hija raramente quedaba conforme con algunas respuestas. De pronto, se le ocurrió algo:

—¿Qué te parece si averiguamos cómo las otras especies se comunican?

A Olivia le encantó la idea desde el primer momento. Fue así como juntas se adentraron en una investigación que les llevó toda la tarde, mientras Damiancito se tomaba una de sus largas siestas.

De casualidad, lo primero que encontraron relacionado al tema fue en un libro de etología, en el módulo dedicado a la conducta canina. A Olivia le asombró saber lo mucho que se podía conocer del estado anímico de un perro observando los movimientos de su cola.

—¡Sorprendente! —señaló la niña—. Jamás hubiera creído que Lola también se expresaba con los movimientos de su colita.

Ovillada entre Olivia y su mamá, Lola observaba las fotografías de los perros haciendo suaves movimientos hacia atrás con su cola, lo que podría indicar, según leyó Olivia, que sentía interés por algo o alguien.

—¿Sorprendida? —preguntó su mamá—. Pues fíjate en esto.

Tenía en sus manos una gruesa enciclopedia abierta casi por la mitad. Procedió a leer un capítulo que hablaba sobre cómo las abejas efectúan una especie danza para avisar a las otras que han encontrado una buena fuente de alimento.

—¿Una danza? —preguntó Olivia, fascinada—. ¡¿Quién lo hubiera imaginado?! Bueno, supongo que eso es lo que haría yo si fuera una abeja y encontrase unas ricas flores: bailaría loca de contenta para avisarle a mis amigas sobre el festín que nos espera.

Con el paso de la tarde, el rincón donde Olivia y su mamá investigaban se llenó de libros de diversos tamaños, un lector de ebooks y una computadora portátil donde reproducían videos en línea. Descubrieron que la comunicación animal era un tema tan complejo que necesitaba ser estudiado desde varias ramas, campos y disciplinas de las ciencias biológicas, como la zoología, la etología, la etoecología y la biosemiótica.

—¡Ufff! ¡Qué nombres tan raros! —exclamó Olivia, un tanto agobiada.

Lo que le quedaba claro era que los animales, dependiendo su especie, se relacionan a través de sonidos, gestos, movimientos, ademanes, rituales, danzas e incluso liberando sustancias químicas, como las feromonas. Los elefantes, por ejemplo, se comunican por medio de sonidos que el oído humano no es capaz de percibir, ¡ni siquiera con implantes cocleares! Esto les permite interactuar a grandes distancias, como cuando la hembra necesita hacerle saber al macho que está lista para aparearse. Había comportamientos que eran sencillos de entender, como el que Olivia leyó en un librito de zoología que decía que los osos polares se frotan las narices como una forma de invitación a compartir la comida. ¡Qué manera tan linda de invitar a alguien a cenar! Y descubrió que hay otros tan complejos que hasta el día de hoy desconciertan a los científicos, como el canto que las ballenas usan para dar a conocer su paradero.

A Olivia le asombraba que los humanos hubieran dedicado tanto tiempo a investigar todos estos comportamientos tan ajenos a su naturaleza. Se dio cuenta de que su propia investigación era posible gracias a las investigaciones hechas por otros, quién sabe por cuánto tiempo, con qué función y bajo qué condiciones. Dedicarse a la ciencia parecía ser un trabajo duro, pero vaya, ¡qué cosa tan admirable! Hubo que pausar un video sobre los gestos corporales y faciales de los simios, cuando Damiancito despertó de su siesta aparentemente con un hambre voraz. Mientras su mamá corría a amamantarlo, Olivia reflexionó sobre la naturaleza y sus diversos modos de expresión, siendo el llanto también uno de ellos, y con esto en mente, se volvió a formular la pregunta que desencadenó aquella investigación:

—¿Cómo le digo a Damiancito cuánto lo amo?

Ahora que tenía una perspectiva más amplia de lo que era el lenguaje, el cual, tanto en animales como en humanos, no estaba limitado a las palabras, Olivia se sintió más tranquila.

Desde entonces, fue capaz de demostrar de varias formas cuánto amaba a su hermanito, ¡todas de ellas tan válidas como las palabras! Había días en los que se acercaba y frotaba su nariz con la del niño, igual que lo hacían los osos polares, y él le aplastaba los cachetes con sus manos, como queriendo abrazarla. Otras veces, Olivia movía sus caderas en una danza de abeja, dibujando círculos y movimientos alocados, y Damián no hacía más que sonreír y patalear de la emoción. Después, simplemente se dedicaba a cuidar de él, a darle besitos, caricias, mimos y otras cálidas muestras de afecto.

Había sido grandioso aprender los tipos de interacción en el reino animal y lo imprescindibles que eran para la alimentación, reproducción, socialización, coexistencia y protección. A Olivia se le ocurrió que, en cierto modo, ella no era muy distinta a todos esos animales, pues esa última palabra: protección, tenía mucho que ver con amar.

—Los humanos protegemos las cosas que amamos —dijo—. Y amo mi vida, amo a mis papis, amo a mi perrita Lola y, por supuesto, amo a mi hermanito Damián... ¡Qué lindo es poder demostrarlo de tantas maneras!

 

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