Macrogranjas: la industria alimentaria que amenaza con comerse al mundo

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La ganadería industrial está experimentando una revolución con la aparición de cada vez más nuevas macrogranjas, a menudo en detrimento de las explotaciones tradicionales. Esto está causando una división entre los sectores que ven en estas prácticas el camino del futuro y aquellos que consideran que los perjuicios que ocasionan superan a los beneficios. Aquí vamos a contar los impactos medioambientales, sanitarios, socioeconómicos y éticos que rodean a estas explotaciones.

TEXTO POR MIGUEL JIMÉNEZ GUARDADO
ILUSTRADO POR ANGYLALA
ARTÍCULOS
CRISIS CLIMÁTICA | MACROGRANJAS | MEDIOAMBIENTE | SALUD
5 de Junio de 2021

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Si en tu niñez te hubieran pedido que dibujaras una granja, seguramente habrías cogido un folio y pintado una casita, un granjero sonriente con una horca en la mano, una vaca, un cerdo, quizá una oveja y un par de gallinas. Sin embargo, si se lo pedimos a un niño o niña en la actualidad lo más probable es que se quede sin folios.

Y es que el sector agrícola está cambiando mucho en los últimos años, y las granjas con él. Hoy, aprovechando la celebración del Día Mundial del Medio Ambiente, ponemos sobre la mesa una cuestión de grandes proporciones que tiene a la sociedad dividida: la ganadería industrial. Más concretamente, las conocidas como macrogranjas.

Comencemos por el principio. ¿Qué es una macrogranja? A pesar de que el término no tiene una definición legal o técnica, es como se conocen popularmente las explotaciones de ganadería industrial. Son el resultado de la intensificación de esta actividad, buscando optimizar lo máximo posible el proceso de obtención de sus productos. Para ello, concentran un gran número de animales en instalaciones con una elevada automatización. En consecuencia, los beneficios económicos se ven incrementados.

Por esta razón, en España el número de macrogranjas no ha hecho más que crecer. Según los informes de indicadores sobre el sector porcino del Ministerio de Agricultura, desde 2006 el número de explotaciones de tipo 2 y 3 (correspondientes con el mayor volumen de animales) han aumentado en un 29%, mientras que aquellas explotaciones donde se ha concentrado tradicionalmente la ganadería familiar (las de tipo 1 y de reserva) se han visto reducidas en un 40%. Como resultado, España está actualmente a la cabeza de Europa en materia de censo porcino: tenemos más de treinta millones de cerdos.

Aquellas explotaciones donde se ha concentrado tradicionalmente la ganadería familiar (las de tipo 1 y de reserva) se han visto reducidas en un 40%

Mientras el número total de granjas desciende, las explotaciones intensivas baten récords de producción cada año. No es sorprendente, por tanto, que en lo que va de 2021 las solicitudes para instalar o ampliar macrogranjas se hayan disparado. Por ejemplo, la empresa Valle de Odieta —responsable de la conocida explotación en Caparroso (Navarra) con capacidad para 5000 vacas— proyecta la apertura de otra planta en Noviercas (Soria), con capacidad para nada menos que 23 520 animales.

Sin embargo, y a pesar del aparente éxito que esto supone si miramos las cifras económicas, cada vez se alzan más voces que se oponen a este modelo de explotación. En localidades como Segovia, Toledo, Palencia o Cuenca se han celebrado manifestaciones en protesta. Organizaciones como Greenpeace han tomado acciones en su contra, como la recogida de firmas, la elaboración de informes exponiendo las razones por las que consideran las macrogranjas un peligro, e incluso han llevado a los tribunales de Navarra a la empresa Valle de Odieta por presunto incumplimiento de directrices medioambientales. Incluso existe una plataforma, Stop Ganadería Industrial, cuya propia existencia está dedicada a oponerse a este modelo.

Mientras el número total de granjas desciende, las explotaciones intensivas baten récords de producción cada año. No es sorprendente, por tanto, que en lo que va de 2021 las solicitudes para instalar o ampliar macrogranjas se hayan disparado.

Por otro lado, también hay quien muestra su inconformidad ante estas protestas: la Federación Empresarial Segoviana (FES) defiende que las macrogranjas son proyectos que empoderan al medio rural, generando empleo y riqueza y combatiendo la despoblación, y forman una parte imprescindible de la economía. La Asociación Agraria de Jóvenes Agricultores (ASAJA) manifiesta que se trata del camino del futuro, más competitivo económicamente, y que la producción actual española sitúa a nuestro país como pionero mundial.

¿Qué hay detrás de todo esto? ¿Se trata de poner trabas al inevitable progreso o realmente hay motivos para cuestionar la viabilidad del modelo actual de ganadería industrial? A continuación, mencionaremos una serie de aspectos que han llevado a distintas instituciones y organismos a advertir sobre las consecuencias que puede traer esta industria.

Impacto sobre el medio ambiente

Una de las consecuencias principales del modelo de ganadería industrial es que provoca impactos negativos sobre el medio ambiente, y son significativamente mayores que aquellos de su contrapartida tradicional.

Para combatir la crisis climática y asegurar el suministro de alimento al mismo tiempo, es imprescindible mejorar la gestión de los usos de suelo, además de llevar a cabo una transformación en la dieta consumiendo menos productos animales y produciéndolos de manera más eficiente

A nivel local, el primero que nos encontramos son los residuos, que en ganadería consisten mayoritariamente en lo que se conoce como purines: una mezcla de excrementos, orina y otros restos orgánicos que resultan consecuencia natural del mantenimiento de animales vivos. En principio, su uso como abono natural es recomendable y emplearlos en los campos de cultivo destinados a alimentar los propios animales resulta una práctica eficiente. El problema en el caso de las macrogranjas es que el volumen de purines generado es desproporcionadamente alto, y su vertido al entorno natural tiene consecuencias nocivas: los suelos se saturan de nutrientes como nitrógeno y fósforo, volviéndose estériles; las aguas, tanto superficiales como subterráneas, también se ven contaminadas por estos compuestos, y pueden llegar a dejar de ser potables y desabastecer a regiones enteras.

Estos impactos se pueden extrapolar a nivel global: la contaminación procedente de la ganadería industrial es un gran contribuyente al cambio climático.

De hecho, esta es la razón detrás de la denuncia de Greenpeace a la cooperativa Valle de Odieta. Y es que, desde su apertura en 2014, la empresa lleva acumuladas once infracciones ambientales, lo que no impidió al Tribunal Superior de Justicia de Navarra dictar una sentencia a su favor. No es la única irregularidad que parece existir en torno a esta cuestión: la Plataforma Pueblos Vivos Cuenca denuncia que se aprueban solicitudes de instalación o ampliación a proyectos que carecen de la concesión de aguas correspondiente o de un plan de gestión de los purines. Stop Ganadería Industrial señala que existe un marco legal bajo el que se pueden abrir granjas de menos de 2000 animales sin necesidad de hacer la evaluación de impacto ambiental pertinente, para después ampliarlas en lo que la ley considera una «modificación no sustancial».

El segundo impacto sobre el medio ambiente a nivel local es el cambio en el uso del suelo. En ganadería tradicional, o extensiva, los animales ocupan terrenos de pasto o dehesa para alimentarse y desarrollar su actividad. Se trata de ecosistemas complejos que producen diversos recursos y servicios medioambientales de manera sostenible —como la captura de gases de efecto invernadero—, y la presencia del ganado contribuye a su mantenimiento. Sin embargo, la ganadería industrial requiere que, además de la superficie que ocupan los animales, también exista un terreno especialmente dedicado para su alimentación, generalmente ocupado con macrocultivos como maíz y soja, cuya aportación de servicios y recursos es menor.

Estos impactos se pueden extrapolar a nivel global: la contaminación procedente de la ganadería industrial es un gran contribuyente al cambio climático. Según un informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), en torno a un 21-27% de la emisión total de gases de efecto invernadero se atribuye al sector agrario. Si los veinte mayores productores de carne y lácteos del mundo fueran un país, serían el séptimo más contaminante del mundo —en 2016 contaminaron más que toda Alemania, el país con más emisiones de la Unión Europea—. El informe, además, afirma que un 25-30% de la comida producida en el mundo se derrocha. La solución que propone es clara:  para combatir la crisis climática y asegurar el suministro de alimento al mismo tiempo, es imprescindible mejorar la gestión de los usos de suelo, además de llevar a cabo una transformación en la dieta consumiendo menos productos animales y produciéndolos de manera más eficiente. Informes de la FAO, Greenpeace y la Comisión EAT-Lancet sobre el tema llegan a conclusiones similares, y el primero lanza un mensaje de esperanza al respecto: el sector ganadero global es responsable de buena parte del cambio climático, pero también tiene el potencial de contribuir en gran medida a los esfuerzos de mitigación. Aunque no sean de uso extendido, la tecnología y prácticas necesarias para conseguirlo existen.

El problema en el caso de las macrogranjas es que el volumen de purines generado es desproporcionadamente alto, y su vertido al entorno natural tiene consecuencias nocivas: los suelos se saturan de nutrientes como nitrógeno y fósforo, volviéndose estériles; las aguas, tanto superficiales como subterráneas, también se ven contaminadas por estos compuestos, y pueden llegar a dejar de ser potables y desabastecer a regiones enteras.

Los riesgos para la salud pública

En primer lugar, existen impactos sobre la salud relacionados con los residuos de la ganadería industrial. Un informe de la doctora Ángeles Prado Mira, del Hospital Universitario de Albacete, describe cómo los purines y sustancias que derivan de estos (como el amoniaco o el sulfuro de hidrógeno) provocan problemas respiratorios, enfermedades cardiovasculares y otras dolencias. También cita enfermedades como la diabetes y la obesidad que pueden aparecer como consecuencia de dietas con elevada proporción de productos animales.

La doctora Ángeles Prado Mira, del Hospital Universitario de Albacete, describe cómo los purines y sustancias que derivan de estos (como el amoniaco o el sulfuro de hidrógeno) provocan problemas respiratorios, enfermedades cardiovasculares y otras dolencias. También cita enfermedades como la diabetes y la obesidad...

Y eso no es todo: además de estar expuestos a gases y micropartículas tóxicas, durante la pandemia provocada por la COVID-19 se han registrado picos de contagio entre los trabajadores de las macrogranjas en zonas como Estados Unidos. Esto se debe a la dificultad de cumplir con el distanciamiento social en las cadenas de producción de las instalaciones.

En esta línea llegamos al siguiente riesgo para la salud pública: la aparición de nuevas pandemias. No sería la primera vez que ocurre: se ha comprobado que la gripe aviar de 1997 o la gripe porcina de 2009 guardan estrecha relación con el proceso de industrialización de la ganadería. Y es que las condiciones de una macrogranja representan un ambiente propicio para la aparición de nuevas variantes de virus: la selección artificial que se lleva a cabo en el sector para optimizar la producción lleva a que muchos de los animales sean bastante homogéneos genéticamente, por lo que los potenciales patógenos no encuentran obstáculos para saltar de un individuo a otro. Esto, unido a las condiciones de hacinamiento, elimina las barreras selectivas que los agentes infecciosos tienen en el medio natural: normalmente, aquellos con alta virulencia no son viables porque matan a su hospedador antes de poder ser transmitidos. Sin embargo, en las macrogranjas la transmisión es vertiginosa, y estas dificultades desaparecen. De esta manera, los patógenos pueden seguir caminos evolutivos más peligrosos y, potencialmente, dar el salto a humanos —lo que se conoce como zoonosis—, con su correspondiente riesgo de provocar una pandemia.

Y, si bien este proceso puede ocurrir tanto con virus como con bacterias, el otro problema de la ganadería industrial en materia de salud pública tiene que ver con la resistencia a antibióticos. De manera rutinaria, los ganaderos suministran a los animales cierta cantidad de estos medicamentos para prevenir enfermedades y, por tanto, potenciales pérdidas económicas. El problema es que, de manera similar al caso que hemos descrito antes, llevar a cabo esta práctica en un ambiente como el de las macrogranjas es equivalente a crear una máquina de producir cepas bacterianas resistentes a antibióticos. Al haber numerosos huéspedes altamente concentrados, las poblaciones de bacterias continúan dando lugar a nuevas generaciones, con las probabilidades de que ocurran mutaciones puntuales que esto conlleva. Combinado con una presión selectiva (el antibiótico), aumenta la posibilidad de que, entre las mutaciones que aparezcan, acaben siendo dominantes aquellas que permitan la supervivencia ante los medicamentos.

Se ha comprobado que la gripe aviar de 1997 o la gripe porcina de 2009 guardan estrecha relación con el proceso de industrialización de la ganadería

La resistencia a antibióticos ya es un importante riesgo para la salud pública, y los expertos instan a frenar este tipo de prácticas. En cuanto al resto de problemas, apuntan a que el camino de cara al futuro pasa por reducir el número y densidad de animales por granja, además del traslado de animales vivos entre regiones, y reintroducir biodiversidad en las explotaciones, contribuyendo a dificultar la aparición de nuevas cepas de patógenos potencialmente peligrosos.

Las consecuencias socioeconómicas

Algunos defensores de la ganadería intensiva argumentan que sus repercusiones sobre la sociedad y la economía son, generalmente, buenas: para ellos representan una fuente de empleo y una solución contra la despoblación del medio rural.

Sin embargo, parece que no es necesariamente así: según datos del INE, a fecha de marzo de 2019, los municipios con presencia de esta industria pierden más población que otros que se dedican a sectores económicos como la ganadería extensiva o el turismo rural sostenible. La presencia de una macrogranja en un pueblo conlleva una serie de consecuencias —la alteración del paisaje, la emisión de olores desagradables en grandes extensiones o la proliferación de moscas— que impactan muy negativamente sobre el turismo de interior, las actividades en la naturaleza y otras iniciativas y proyectos rurales.

Por otra parte, organizaciones como la Plataforma Pueblos Vivos Cuenca consideran que tampoco resulta ventajosa en términos de empleo, dado que la elevada mecanización y automatización de las instalaciones implica la contratación de muy pocas personas para la gestión de muchos animales. Por tanto, apenas requieren mano de obra a jornada completa, dejando en entredicho su capacidad para mitigar el problema de la despoblación. De nuevo, los datos parecen confirmarlo: en Cuenca, el número de cerdos se ha quintuplicado desde 2009, mientras que la población se ha reducido en un 8%.

En último lugar, la presencia de una macrogranja puede llegar a representar un motor que aumente la desigualdad social: en países como Estados Unidos, los trabajadores son predominantemente migrantes y de pocos recursos. Además, el abaratamiento de las zonas cercanas a las granjas como consecuencia de las condiciones desagradables —mal olor, contaminación, alteración del paisaje— provoca una tendencia a que las personas que vivan ahí también sean de entornos desfavorecidos. De esta manera, es sobre estos colectivos donde recaen en primer lugar los efectos nocivos para la salud que hemos descrito anteriormente.

Según datos del INE, a fecha de marzo de 2019, los municipios con presencia de esta industria pierden más población que otros que se dedican a sectores económicos como la ganadería extensiva o el turismo rural sostenible

El trato a los animales

En principio, el bienestar animal se rige por un marco conocido como las cinco libertades, que recoge algunas condiciones a las que no se les debería someter: entre ellas se encuentran la sed, el hambre, la malnutrición, el dolor, la enfermedad, el estrés y la imposibilidad de llevar a cabo su actividad de manera normal. Y el hecho es que, tal y como funcionan la mayoría de macrogranjas, estos derechos no se ven garantizados.

Incluso algunas prácticas que se realizan con el objetivo de mejorar la higiene y prevenir la aparición de ciertas enfermedades, además de que resulte más cómodo su manejo a los trabajadores, parecen ser contraproducentes en algunos sentidos. Por ejemplo, es habitual la amputación parcial de la cola en vacas y cerdos para evitar la aparición de dolencias como la mastitis. Sin embargo, aunque puede haber ciertamente algunas ventajas en este proceso, hay estudios que sugieren que la reducción de las funciones normales para las que el animal utiliza la cola —comunicarse con otros individuos o espantar moscas— pueden llevar a que, en última instancia, sean más susceptibles de contraer enfermedades, bien por estrés o por incapacidad para evitar agentes transmisores.

Como conclusión, si bien es cierto que la ganadería industrial representa una gran potencia en el sistema económico actual, también es evidente que, para la comunidad científica y numerosos actores sociales a nivel global y local, sus implicaciones negativas son tales que no tiene cabida en un futuro sostenible.

Pero no todo son malas noticias: si seguimos las indicaciones de los expertos, podemos esperar que, en unos años, las niñas o niños que quieran dibujar una granja tengan suficiente con un solo folio.

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